Espero que os guste mucho. Feliz semana!
Inglaterra, 1821
En la casa de campo de los
Bendsford, en Kent, se alojaba la familia al completo desde hacía unos meses. Jane
Stewart, la condesa de Bendsford, se encontraba postrada en cama pasados unos
días después de haber dado a luz a su segundo descendiente: una niña. Tenía
fiebre y dolores constantes mientras todo el servicio, su marido, su hijo de
seis años, y la recién nacida, aguardaban sin remedio el terrible final de su
sufrimiento. Según el médico, no había esperanza de recuperación llegados a ese
punto.
Lady Bendsford, casi sin fuerzas,
hizo llamar a su esposo para formular una petición que ya no podía esperar. La
doncella salió a toda prisa por la puerta mientras otra criada, acompañada por
el doctor y su hijo mayor, velaban por la enferma, que no se libraba de las
fiebres que habían aparecido tras el parto.
William Stewart, el conde, pasó
junto a su hijo y cerca de la cuna del bebé, que permanecía dormido y sin hacer
ruido alguno. Este se puso de rodillas junto a la cama. Con gesto contraído y
el corazón destrozado, miró a sus hijos y luego a su dulce esposa, y no fue
capaz de decir una palabra. Usó toda su fuerza de voluntad para no echarse a
llorar como un niño delante de su mujer y el resto de los presentes. No deseaba
que le vieran así. No podía permitir que su esposa muriera con ese recuerdo
suyo. Permaneció en silencio hasta que todos se marcharon. El hijo de ambos,
James, con expresión de tristeza y la cabeza gacha, salió cuando su madre le
dijo que solo necesitaba unos minutos a solas con su padre. Una vez a solas,
entrelazaron sus manos y unieron ambos rostros, rozando con suavidad las
mejillas.
—Will —susurró la condesa con
dificultad—, necesito que me prometas algo, te lo suplico.
—Amada mía, haré cualquier cosa
que me pidas. Te doy mi palabra —aseguró en voz baja.
Los ojos de Jane brillaban, a
pesar de que sus fuerzas menguaban sin control alguno. Sabía que su hija
contaba con el apoyo del mejor hombre que había conocido en su vida, y estaba
segura de que el conde velaría por su seguridad y bienestar; así como de la de
su hijo y heredero, un niño formidable aún a su corta edad.
—No permitas que nuestra pequeña
Helen contraiga matrimonio con el hijo del barón. Estoy segura de que sería muy
desgraciada si eso llegara a suceder —explicó con lágrimas en los ojos.
El conde trató de evitar que su
semblante se mostrara confuso. Hacía apenas cuatro meses que habían hablado de
la posibilidad de concertar ese matrimonio con el hijo de Connor Mitchell,
barón de Hurthings. El pequeño Duncan Mitchell heredaría una buena casa y
fortuna, aunque las malas lenguas habían desmentido esa información, añadiendo,
por si fuera poco, la sospecha de que el barón había tenido algo que ver con la
muerte de su esposa, fallecida dos meses antes. Lo peor del asunto fue que lo
calificaron como: extraño accidente.
William no podía estar seguro de
todo aquello hasta que le hiciera una visita en persona, porque siempre le
había tenido en buen concepto y dudaba que fuera capaz de semejante vileza. Creía
que era alguien poco comunicativo, eso sin duda, pero no le parecía una mala
cualidad en un hombre en todo caso. Le conocía desde hacía años, y los pocos
negocios que habían compartido, habían tenido éxito. No tuvo reparos en aceptar
el ofrecimiento del barón, cuando este mencionó que si el conde tenía una hija,
lo que a él le hacía realmente feliz, podrían unir sus familias. William sabía
que de esa manera, el barón se aseguraba un buen matrimonio para su único hijo.
Claro que para el conde tampoco era un mal trato, puesto que Connor estaba bien
considerado por la sociedad, de modo que aceptó, aunque solo hubiera sido de
palabra, y más aún, sin saber si su primogénito sería niño o niña.
Casi había olvidado el asunto
desde que se habló por primera y única vez. Pero ahora tenía que arreglarlo
como fuera. Algo había perturbado la serenidad de su esposa en sus últimos
momentos y sería él quien le diera esa paz que necesitaba su espíritu.
No era un hombre que rompiera su
palabra, jamás, pero una promesa a su querida esposa le parecía más importante
que su honor como caballero en esos momentos. Nunca le negaba nada que
estuviera en su mano, y ahora, en su débil estado, no iba a empezar a hacerlo.
—Esposa mía, prometo hacer cuanto
esté en mi mano para asegurar un buen porvenir para nuestra amada hija. Si es
tu deseo, romperé el compromiso en cuanto pueda partir hacia Londres —le
aseguró. Era evidente que no se iba a marchar en ese preciso momento.
Varias lágrimas rodaron por las
mejillas de la condesa, que sonrió y acarició las manos de su esposo con
ternura, a pesar del esfuerzo que le suponía hacer cualquier movimiento, por
nimio que fuera.
—Gracias —exhaló casi sin fuerza.
Cerró los ojos y una débil
sonrisa se dibujó en sus labios.
Fue así como James, y la pequeña
Helen, que abría los suyos en ese momento y apenas empezaba a vivir, habían
quedado huérfanos de madre.
El conde no pudo abandonar su
lecho esa noche. Durante el tiempo que le dejaron a solas con ella, pudo
derramar las lágrimas que había contenido hasta el momento por el sufrimiento
de su amada y por la terrible pérdida que acababa de asolar su corazón. Más
tarde, tendría que ser fuerte para sus hijos, pero ahora, pudo dejarse llevar
por sus sentimientos.
Unos días más tarde, en la ciudad
de Londres, en una destartalada casa de una de las calles menos recomendables,
se encontraba el barón Connor Mitchell. Estaba bebido e intratable, de modo que
en cuanto pudo, William salió de allí tras darle la noticia de que su mujer había
fallecido hacía dos semanas, y que el compromiso entre sus hijos quedaba roto.
Alegando que el acuerdo no era
definitivo y que fue hablado cuando ni siquiera sabían el sexo del bebé,
intentó hacer razonar al barón, pero este, que había dejado evidente su mal
estado físico, así como el económico, era poco receptivo a oír aquellas
palabras. Desde que había caído en desgracia, desesperó por arreglarlo como le
fuera posible, y su única posibilidad para salir de entre las sombras, era el
matrimonio de su hijo. Claro que pocas personas deseaban ya tener tratos con
él. William además, tenía una promesa que cumplir.
Connor intentó agredir al conde,
sin ser consciente de que eso no hacía sino empeorar las cosas, pero gracias a
los criados de la casita desvencijada, no llegaron hasta tal punto.
William se alegró de haber
librado a su hija de un futuro oscuro e incierto, dado el grado de dejadez y desgracia
que había caído en la familia del barón.
A pesar de sentir cierta empatía
por aquel hombre, del que en realidad conocía tan poco, no podía dejar que su
sangre se mezclara con el escándalo que rodeaba a su antiguo socio. Y además,
la petición de su amada esposa era algo que tenía que respetar por encima de
cualquier otra cosa.
Después de haber pasado solo dos días
en Londres, había oído toda clase de chismorreos sobre el barón y, a pesar de
no creer algunos de ellos, como el que afirmaba que Connor había sido el
culpable de la muerte de su esposa, tampoco podía pasarlo por alto. Trató de
preguntarle a él directamente, pero se puso a gritar incoherencias y a lanzar
cosas al suelo sin aclarar lo que el conde deseaba saber. En ese momento vio
con claridad que su preciosa y adorada hija, no se vería mezclada con gente así
jamás. Eso podía darlo por seguro.
William abandonó la vivienda,
dejando a un hombre furioso y con las desventuras que él mismo había cosechado.
Y aunque no le vio en ningún momento, supuso que el barón estaría acompañado de
un pequeño de cinco años asustado, que no querría ni acercarse a su padre; el
único pariente con el que en realidad podía contar ahora el pequeño.
Desde que su madre ya no estaba,
Duncan Mitchell se sentía perdido y se escondía de su único pariente, aunque
este le decía que cuidaría de él. Pero a pesar de su corta edad, podía ver que
un hombre que no podía cuidar de sí mismo y de su hogar, no podría hacerse
cargo de un niño.
No tenía más opción que ser
valiente y velar por sí mismo, aunque no estuviera seguro de cómo lograrlo.
Capítulo 1
Inglaterra, 1830
La vida de lady Helen era
envidiable. Con solo nueve años, conocía una decente fracción del mundo,
gracias a sus lecciones y a su amor por los libros. Su padre no había reparado
en gastos para satisfacer cualquier capricho, pero a su vez, instruirla sobre
los valores que toda joven de buena familia debía poseer. Era una niña hermosa
y dulce de cabellos rubios y ojos claros como su madre; era la viva imagen de lady
Bendsford, a quien su padre y su hermano seguían adorando, aún con su ausencia.
Como el conde no tenía intención
de volver a contraer matrimonio, se volcó por completo en su tesoro más
preciado: sus hijos. Su hijo mayor contaba con tutores que lo preparaban para
el futuro hasta que tuvo edad suficiente para ir a un internado, y de ahí, pasaría
a la mejor universidad. No había día en que no se le echara de menos.
Aunque William se sentía
terriblemente solo, a pesar de la numerosa cantidad de personas que había
siempre a su alrededor, entre los que se incluía su hija, no podía ni
imaginarse con otra mujer, aunque Helen le instaba a conocer a algunas
distinguidas damas que podrían desempeñar muy bien el papel de condesa. A la
joven no le disgustaba, en absoluto, hacer el papel de casamentera.
Su padre a menudo le decía que
ninguna de ellas era comparable a su madre, y alegaba que la felicidad no
siempre acompañaba al matrimonio, con lo cual, como no creía poder volver a
enamorarse nunca más, tampoco volvería a pasar por el altar. Hizo una promesa
consigo mismo: Jane Staford, quien más tarde adoptó su apellido y el
correspondiente título de condesa, siempre sería el gran amor de su vida.
Ninguna otra ocuparía su lugar nunca. Claro que esta promesa no la había
compartido con nadie más, de modo que le hizo saber a Helen, que simplemente,
no deseaba casarse de nuevo.
Aunque no estaba de acuerdo con
esa rotunda afirmación, en el fondo Helen tenía miedo de ser relegada y no ser
la favorita en el corazón de su padre, pero eso no impedía que deseara su
felicidad por encima de todo. Había oído decir que los hombres necesitaban el
afecto y la compañía de una mujer en su vida, de modo que ella estaba
convencida de que tenía que buscar una esposa para él. No había semana en que
no se le ocurriera una nueva posible candidata a tal puesto.
Las negativas del conde no la
hacían desistir.
Una tarde, el conde hizo llamar a
su hija a la biblioteca y mientras aguardaba, permaneció sentado frente al
fuego. Margaret Woods, la institutriz de Helen, aunque lo sería por poco tiempo
más, se dispuso a abandonar la estancia para darles privacidad al conde y a su
hija. A pesar de ser casi una madre para la joven, sabía cuál era su lugar en
la casa y jamás rebasaría los límites de lo que se consideraba correcto y
prudente, por mucho que le gustara brindarle su apoyo en todo momento. Con una
última mirada, hizo un gesto de asentimiento a William y posó sus ojos un
instante en Helen, que no se había percatado de nada mientras entraba y fue a
buscar asiento.
Helen esperó a que el lacayo
cerrase la puerta y así dirigirse al sillón donde se hallaba sentado su padre.
Se sentó en su regazo, como solía hacer cuando estaban solos, y se dejó
abrazar. Esos momentos eran los más felices de su vida. Se acomodó un instante para
no despeinarse; si bien sabía que su padre no se daría cuenta de ese pequeño
detalle, toda buena señorita se mantenía en todo momento con un aspecto
impecable. Era algo que había aprendido desde una edad temprana, puesto que no
todo eran clases de geografía y literatura, entre otras asignaturas. Aunque era
poco frecuente, su padre no se opuso a que sus materias fueran diversas y
numerosas. Era partidario de la idea de que, una mujer inteligente, era mucho
más interesante que las que se limitaban a aprender cómo comportarse en las
cenas elegantes. Fue una de las valiosas lecciones que William aprendió de su
amada esposa: que el interior de las personas era más importante, o tan
importante, como las apariencias.
—¿Cómo te encuentras? —inquirió
con ternura.
—Bien, padre —contestó con una
sonrisa.
—Debo hablarte de algo crucial,
querida —dijo con un tono de voz diferente. Helen se incorporó para mirarle
directamente. Sospechaba que aquello sería serio y le observó con interés.
La niña asintió con la cabeza y William
acarició, distraído, los rizos rubios de la pequeña.
—Esta tarde he recibido una
proposición de matrimonio para ti —anunció con orgullo—. Del duque de Winesburg
—añadió cuando notó la mirada curiosa de su hija—. Ya sabes que somos viejos
amigos; sus hijos son buenos chicos y creo que, si mi juicio no se equivoca, la
duquesa te adora.
Helen miró hacia la chimenea con
gesto pensativo. Distraída, movió los pies bajo su vestido de muselina y no
dijo nada durante unos segundos.
—Soy joven para casarme —declaró
la pequeña en voz baja, tratando de hacer hincapié en un punto clave para ella.
—Es cierto, sin duda —convino el conde,
tratando de no reír—. Pero nunca es demasiado pronto para concertar un buen
matrimonio si se trata de ti —añadió con voz solemne, y con gran sentimiento—.
Hablamos de tu futuro, hija, y creo que siendo duquesa serás muy feliz.
—También muy rica, ¿verdad?
—inquirió con cierto tono de picardía.
William miró a su hija con
adoración, tratando de evitar soltar una carcajada ante sus ocurrencias.
Intentó mostrarse severo, pero lo consiguió solo a duras penas.
—Ya lo eres, de modo que eso
carece de importancia —comentó—. Y… ¿no deseas saber quién será tu marido dentro
de unos años? —inquirió con una ceja levantada.
Helen pensó durante unos segundos
si en realidad eso era lo importante. Puesto que su padre ya habría acordado el
matrimonio, en realidad ella poco tenía que objetar. Sospechaba que, de hecho,
no tendría criterio para saber si acertó o no en su decisión. Creía que su
padre habría elegido bien, y lo más probable era que se tratara del hermano
mayor, lo cual era magnífico. Helen se había quedado prendada del marqués y futuro
duque de Winesburg; era apuesto, amable, y la había tratado como a su invitada
más especial cada vez que cenaban con su familia. Estaría encantada de ser
cortejada por un joven que lo tenía todo para ser el marido ideal según su
punto de vista.
—Claro que deseo saberlo —expresó
con entusiasmo.
—Bien pues, se trata del hijo
mayor, Richard Edward Jenkins —declaró, confirmando las sospechas de Helen.
A la pequeña le brillaron los
ojos de felicidad y su padre se alegró porque, en su opinión, no era demasiado
pronto para asegurar su futuro. La unión era, desde luego, algo ventajoso para
ambas partes, porque ella también tenía una dote considerable que aportar al
matrimonio. Ambas eran familias bien consideradas por la sociedad.
—Estoy muy contenta, padre.
Gracias —dijo con una gran sonrisa y voz aguda, antes de abrazarle con fuerza.
William la miró con cariño.
Imaginaba que lo aceptaría bien, como todo lo que tenía que hacer en su vida,
puesto que era una joven obediente y sensata para su corta edad, y se alegró de
que estuviera tan contenta. Sin embargo, tenía otra noticia que compartir con
ella: algo que en realidad, trastocaba a toda la familia. Ya lo había hablado
con James, porque era lo bastante mayor para comprenderlo, pero por otro lado,
Helen aún era pequeña, apenas una niña. William no sabía qué pensaría, aunque debía
comunicárselo también, ya que le afectaba casi más que a ningún otro miembro.
Se aclaró la garganta y suspiró
antes de hablar. Le resultaba algo difícil.
—Mi querida hija, también tengo
que hablarte de otro asunto.
Helen aguardó en silencio y algo
preocupada, pues veía que su padre ahora no estaba tan alegre; temía que, esta otra
noticia, quizás no fuera de su agrado.
—Verás, habrás notado que tu
institutriz hace unos meses está en cama la mayor parte del tiempo, aunque no
sea por una razón de enfermedad, sino por algo distinto —dijo despacio,
midiendo sus palabras.
Hablaba con cierta dificultad, haciendo
pequeñas pausas, porque hasta el momento no había tenido que conversar con su
hija de temas que a él le resultaban complicados de tratar, sobre todo por ser alguien
tan joven. Para esos casos había tenido a su institutriz. Hasta el momento al
menos.
—La señorita Woods y yo hemos
estado muy unidos este año y… tengo que comunicarte que hace unos días… ella dio
a luz a una niña —dijo, escrutando su reacción—, de modo que ahora tendrás una
hermana muy pequeña —añadió con cierto temor a la reacción de su hija—. ¿Eso…
te hace feliz? —inquirió con suavidad.
Meditó unos instantes las
implicaciones que conllevaba la buena nueva. Helen frunció el ceño y miró a su
padre con intensidad, directamente a los ojos. Este comenzó a ponerse nervioso,
casi se puso a sudar ante el agudo escrutinio.
—¿Vas a casarte con ella?
—preguntó, ladeando la cabeza a un lado.
—No, hija —contestó con voz
apagada, negando con la cabeza con cierto pesar.
—¿Por qué? —inquirió confusa—. Ella
me gusta. Es agradable y me ha enseñado muchas cosas. Estos meses la he echado
mucho de menos y… creo que haríais buena pareja —declaró con una sonrisa
triunfante.
El conde permaneció como una
estatua, digiriendo con dificultad las palabras de una niña tan pequeña.
Contrario a lo que había
imaginado, su hija aceptaba de buen grado su nueva situación y, al parecer,
solo le preocupaba la de él. Después de la revelación, Helen solo esperaba que
al fin aceptara casarse, pero eso era algo imposible y William trató de desviar
la atención de ese tema en concreto.
—Deduzco que no te molesta que vayas
a tener otra hermana —tanteó sin dejar de observarla.
La afirmación de William sonó
interrogativa y Helen sonrió, no se le escapaba que era algo fuera de lo común
que un conde tuviera descendencia con la institutriz de su hija, pero él era
viudo desde hacía demasiados años, como para tener en cuenta su nueva situación
como algo inmoral. Claro que estaba segura, tanto como su padre, que
levantarían algunos rumores sin poder evitarlo. Por supuesto, el conde ya había
pensado en eso y, como no deseaba que el escándalo salpicara a ninguno de sus
hijos, la menor viviría en el campo desde entonces. Estaría acompañada de su
madre, naturalmente. Además, Margaret prefería el silencio de las afueras al
bullicio de la ciudad. De cualquier modo, tampoco estarían las dos solas, sino
que contarían con el servicio que normalmente había en una casita que la
familia poseía en Canterbury. El suficiente para vivir cómodas.
—Claro que no, padre. Me alegra
que aumente la familia, porque mi hermano está siempre tan ocupado con sus
estudios, que apenas lo veo —dijo con expresión de fastidio más que de
tristeza, como si en realidad le reprochara que estudiara tanto. Le quería con
locura, pero también entendía que era el heredero y debía aceptar sus
responsabilidades, pero eso no disminuía sus ganas de pedirle que le dedicara
más tiempo. Echaba de menos hasta las cosas más sencillas, como cuando paseaban
durante horas por las proximidades de la propiedad.
Suspiró y, al instante, su padre
la sacó de sus tristes pensamientos.
—Bueno, me alegra oír eso porque…
ella también recibirá una dote cuando se case, y la herencia que le corresponda
cuando yo ya no esté —explicó con gesto contrariado al ver que Helen asentía
con solemnidad.
—Es lo correcto, de modo que yo
también estoy de acuerdo. Y por otro lado… como ahora estoy prometida con un
futuro duque, tengo mi vida resuelta —dijo muy satisfecha consigo misma.
Sus observaciones escandalizaron
al conde, que la reprendió al instante.
—Deja de hacer caso de los
comentarios de tus doncellas, o voy a tener que tomar medidas si siguen empleando
ese tono contigo —masculló molesto de verdad. Si bien tenía gracia ver a
alguien tan joven hablar como lo haría un adulto, no deseaba que en presencia
de algunas personas importantes, Helen se fuera a ir de la lengua.
—Oh, padre. No te preocupes por
eso, ya sabes que sé comportarme como es debido delante de las damas
distinguidas.
Para dar fuerza a sus palabras,
se incorporó y puso recta su espalda, colocando sus manos pulcramente una
encima de la otra sobre su regazo.
El conde reprimió una sonrisa.
—Cierto pero, una señorita no
debe nunca soltar la lengua de esa forma, ¿entendido? —aleccionó agitando el
dedo índice para enfatizar sus palabras.
—Lo prometo —susurró.
Compuso una expresión humilde y
sonrió de forma casta.
—Bien —dijo él complacido.
William quedó conforme. Había
evitado con eficacia la pregunta sobre el matrimonio que había formulado su
hija, no porque no lo hubiera pensado, sino por lo imposible del hecho. No
deseaba volver a casarse. Su esposa lo había sido todo para él y tras su
fallecimiento, le costó volver a ser él mismo.
Sus hijos fueron el aliento que
necesitó para sobrellevarlo y, dado que Margaret conocía sus intenciones y no
le había demandado nada jamás, convendrían un nuevo acuerdo en cuanto a su
situación, y también la de la hija que le había dado, y que recibiría el nombre
de Catherine.
No le faltarían privilegios
aunque no pudiera tener el rango que le pertenecería si fuera legítima, aunque
sí sería reconocida por el conde, ya que jamás negaría, ni daría la espalda, a
alguien de su propia sangre. Había sido fruto de un profundo cariño y de la
amistad con Margaret, y eso significaba mucho para él.
Su hija Helen ahora estaría a
cargo de su nueva tutora, que le ayudaría en sus estudios, y de su dama de
compañía, porque no tardaría en llegar el momento de su presentación en
sociedad. Aunque la duquesa de Winesburg había solicitado ese honor, la futura
heredera de ese mismo título, precisaba de más de una carabina para visitar el
palacio de Buckingham. Alguien con su rango no podía prescindir de esa nueva
figura. Con las ausencias de William y James de la casa familiar de Londres,
debía tener a personas que la protegieran, que velaran por ella, en todo
momento.
Trató de hablarle de todo
aquello, para que no se llevara sorpresas más tarde y, como siempre, aceptó de
buen grado los giros que daría su vida. El conde de Bendsford estaba
tremendamente orgulloso de la niña de sus ojos, a la que querría con toda su
alma hasta que tuviera que abandonar este mundo.
Los años se sucederían en
adelante sin grandes cambios más de los evidentes, para que su padre fuera
consciente de que Helen sería una mujer extraordinaria, como lo fue su madre.
Era su viva imagen y honraba sus raíces en todos los sentidos.
Mientras James, que ostentaba el
título honorífico de vizconde, se preparaba para ocupar su cargo como futuro
conde de Bendsford, Helen creció y se convirtió en una perfecta dama de la
aristocracia londinense.
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