Buenos días! Aquí os dejo un nuevo fragmento de mi nueva novela. Espero que os guste. Está lleno de sorpresas, y es uno de los más intensos que hay en el libro.
No pudo llegar a tocar la puerta,
porque los gritos que se oían desde fuera la dejaron desconcertada, y asustada.
—No tenías ningún derecho a
amenazar a Roselyn para que se marchara —gritó Richard.
Helen pudo distinguir la otra voz
como la de Thomas.
—Ahora estás casado. No puedes
seguir manteniendo a esa mujer. Padre jamás permitirá que sigas por ese camino
—le increpó este.
—Es mi vida —atacó alzando la
voz.
—¿Y qué pasa con tu esposa?
—inquirió Thomas.
—Sabes muy bien que solo es un
contrato, es la que tiene el título de marquesa, pero nada más —dijo con un
evidente desprecio.
Hubo un silencio ensordecedor.
Helen dejó escapar un quejido y se llevó las manos al pecho. Aunque sabía la
verdad, oírlo de sus labios era doloroso hasta un nivel que no creyó posible
llegar a alcanzar. Y por si fuera poco, Thomas también lo sabía ya. Ahora la
miraría con compasión, pensó horrorizada.
—¡Dame la carta de una vez!
—exclamó Richard.
Más silencio, seguido por unos
fuertes golpes.
—No puede ser —se oyó a través de
la puerta. La voz de Richard era ahora más baja, desesperada.
—¿Qué ocurre?
—Roselyn ha caído del caballo
cuando venía hacia aquí —murmuró. Helen se acercó un poco más para oír lo que
decía, ya que su voz ahora era apenas un susurro—. Si le pasara algo a ella o
al bebé, no te lo perdonaré jamás.
La furia de sus palabras era
palpable incluso a través de la puerta de madera maciza. Helen se estremeció
ante el significado de esas palabras que poco a poco empezaba a asimilar.
—¿Ahora es mi culpa que esa mujer
subiera a un caballo, en lugar de en un coche, como dejé previsto para ella?
—inquirió con dureza—. No puedes culparme por su insensatez. Ni por la tuya
tampoco, hermano. Helen no se merece lo que le estás haciendo.
—¡Al infierno con todos! —maldijo
Richard—. Si les pierdo, jamás volverás a verme, Thomas —aseguró con voz
amenazante—. Puedes quedarte con Helen si tanto te importa.
¿Un accidente? ¿Un bebé?
¿Quedarse con ella? Los pensamientos, confusos y alborotados, se agolparon en
la mente de Helen, y sintió que se caería al suelo por la impresión. Su vida se
escapaba entre sus dedos como un puñado de arena…
Oyó unos pasos apresurados y
corrió para apartarse de la puerta. Nadie podía saber que ella estaba allí. No
deseaba enfrentarse a Richard en ese momento, porque no estaba segura de poder
soportar que la abandonara el día de su boda, aunque cuando oyó a alguien
caminar con paso firme hacia la salida, y poco después cerrar con un fuerte
golpe, supo que eso mismo había sucedido. La había dejado.
No sabía cómo había llegado hasta
ese punto. Estaba derrotada después de un día agotador y las revelaciones que
acababa de presenciar en primera persona. Oculta, tras una mesa y un gran
jarrón con flores, se dejó caer en el suelo y sollozó con pesar y un profundo
dolor en el corazón.
De repente, y sin saber de dónde había
salido, vio una sombra cerniéndose sobre ella. Se le escapó un grito sin poder
evitarlo.
—¿Lady Helen? —susurró Thomas,
ignorando de forma deliberada, el nuevo tratamiento que debería darle como
marquesa de Thorne—. ¿Se encuentra bien?
Helen se sintió ridícula allí
tirada en el suelo como un ovillo de lana desbaratado y despreciado. Limpió las
lágrimas de sus mejillas, dejando sus guantes estropeados sin remedio, pero eso
le dio igual. Cuando se notó más sosegada, le miró. Parecía muy preocupado.
Thomas le tendió ambas manos y
Helen se ayudó de ellas para incorporarse. Se alegró por la baja iluminación
que había, de ese modo, no vería lo destrozada que se encontraba después de lo
que acababa de oír. Sin embargo, era algo que Thomas no podría ignorar ni
aunque se lo propusiera. Y este, temió que hubiera sido testigo de su
conversación con Richard.
—Helen —susurró, olvidando las
formalidades—, ¿puedes decirme qué haces aquí? —inquirió con voz dulce e
inquieta.
Se obligó a respirar con
normalidad, pero le faltaba aliento y fuerza para articular las palabras que
deseaba pronunciar.
—Yo… vine para ver a…
No terminó la frase. Se dio
cuenta de que sus manos habían quedado entrelazadas con las de Thomas y se
sintió violenta. Las soltó y ambos dieron un paso hacia atrás para no incomodar
al otro, pero siguieron mirándose a los ojos demasiado tiempo como para que eso
fuera posible.
Ninguno dijo nada, Thomas estaba
cada vez más seguro de que ella había oído la infortunada conversación con su
hermano, y ahora Helen sabía con seguridad, que su cuñado era consciente de
todo lo que pasaba tras la fachada de su reciente matrimonio.
Sin embargo, a ella no le pasó
desapercibido el hecho de que él tratara de interponerse para que su marido
terminara con su aventura, lo cual era tan encantador como perturbador al mismo
tiempo. Le estaba costando procesarlo todo. Una parte de ella, sentía que debía
estar agradecida a Thomas por intentar que su vida no estuviera teñida por la
mentira y la traición más vil. No estaba segura de cómo actuar en adelante.
Le pareció que su mejor opción
era ser sincera.
—Creo que debo agradecer que
intercedieras por mí —pronunció con voz pausada y cierta dificultad.
Thomas se tensó de inmediato y
Helen lo notó. Claro que sospechaba que no era por su culpa, sino por el
escamoso y desagradable tema de conversación, pero no supo qué más decirle.
Todo en ese momento era un tanto extraño.
—No me lo agradezcas —dijo con un
tono de voz más brusco de lo que pretendía—, dudo que consiga arreglarlo, de
modo que no soy de mucha ayuda.
—La que parece no aportar nada
aquí soy yo —siseó con rabia. Se tapó la boca con ambas manos al comprender lo
que había dicho. Dejarse llevar por un arrebato de cólera no era la solución,
pero las palabras parecían salidas del fondo de su corazón.
Thomas alzó las manos que tenía
cerradas con fuerza y las relajó antes de coger a Helen por los hombros con
determinación, para hacer que le mirara a los ojos.
—No es culpa tuya lo que está
pasando. A veces las personas hacen cosas horribles a pesar de que su
conciencia les diga que está mal —explicó con voz tensa y cargada de
sentimientos reprimidos—. Por eso intento arreglarlo, aunque no haya podido lograr
nada hasta ahora.
Helen empezó a sentir una
imprevista debilidad al oír sus palabras y rompió en llanto sin poder
remediarlo. Su cuerpo se sacudió ligeramente y bajó la mirada avergonzada, no
sin antes percatarse de que Thomas entrecerraba los ojos al mirarla. Trató de
deshacerse de las manos que la sujetaban, no quería que la viera llorar como
una niña, porque era justo así como se sentía: como una niña perdida.
Thomas no la soltó, pero ahora la
sostenía con más suavidad.
—Lo siento, no deseo incomodarte
—se obligó a decir con voz quebrada.
—No lo haces aunque… no me gusta
verte sufrir —declaró Thomas.
La abrazó con fuerza para que
pudiera desahogarse, y así permanecieron lo que a Helen le pareció una
eternidad. Aunque se sentía avergonzada por sucumbir al llanto en los brazos de
un hombre que no era su marido, no podía negar que se sentía protegida allí, lo
que era aún más confuso para ella. Jamás había creído que su joven cuñado
sintiera inclinación por su bienestar porque, aunque siempre vio cierto interés
en su persona hacia ella, todo él era tan enigmático, con esa azulada mirada
tan intensa y seria, que no podía evitar sentirse extraña en su presencia. Y aún,
después de muchos años de amistad entre sus familias, no podía explicar el
motivo de aquel sentimiento. Nunca la había tratado con condescendencia o
desdén, siempre fue muy correcto, incluso cuando apenas era un niño. Unos años
más tarde, se marchó para realizar sus estudios y había vuelto siendo más
maduro; todo un hombre. Helen no podía creer que estuviera abrazada a él en
medio de un pasillo.
Mucho después de que sus lágrimas
se agotaran, seguía apoyada en él, como si fuera un salvavidas contra el
maremoto de sus miedos con todo lo que estaba sucediendo a su alrededor.
Agradecía su apoyo en silencio, ya que parecía que, arropada por sus fuertes
brazos, todo estaba bien, a pesar de saber que no era así.
Y no le importaba lo más mínimo
aprovechar el instante de tranquilidad que le proporcionaba antes de volver a
la cruel realidad.
Sin embargo, ese momento llegó
demasiado pronto cuando oyeron un carraspeo junto a ellos. Thomas se separó de Helen
despacio y la observó sin decir una palabra; esta supuso que estaba evaluando
su estado de ánimo y debió de concluir que estaba más tranquila, −y en realidad
era así como se sentía−, aunque fuera por el momento.
La interrupción provenía de
Arthur, el mayordomo, que permanecía a una distancia prudencial, y no mostraba
signos de reprobación al verlos juntos y en una posición tan cariñosa. Al fin y
al cabo, ahora eran familia, y la evidencia de que Helen había estado llorando,
era motivo suficiente para que este hubiera tratado de consolarla.
—Señor, el marqués ha salido
hacia los establos. Ha partido de inmediato hacia Londres aunque no ha dado
motivos para su salida un tanto precipitada —explicó con formalidad.
Thomas era consciente de que su
hermano se comportaba como un completo chiflado, al salir malhumorado en busca
de su caballo, para ir a la ciudad a altas horas, y en su noche de bodas ni más
ni menos, cuando debería estar con su esposa. Una vez más, agradeció a Arthur
su temple al tratar con los intempestivos cambios de humor de su hermano;
cuando algo le afectaba o le preocupaba, no tenía en cuenta las formas con
nadie. Ni siquiera con su madre. Era, sencillamente, intratable. Si bien era
cierto que no era muy frecuente verle así, sí que ocurría de vez en cuando.
—No se preocupe, ha tenido que
salir por algo importante. No creo que tarde demasiado en volver —explicó
Thomas sin saber si, en realidad, lo que acababa de decir era una mentira.
Esperaba que no, y que Richard volviera pronto.
—¿Debo informar a su excelencia?
—inquirió el mayordomo con cierta incomodidad.
—No —pidió alterado. Se aclaró la
garganta, bajo la atenta mirada de Arthur y Helen, y continuó con un tono más
sereno—. Yo hablaré con mi padre mañana. No es nada que él pueda arreglar a
estas horas de la noche, de modo que es mejor no molestarle.
—Muy bien, señor —dijo antes de
hacer de inclinar la cabeza para despedirse.
El mayordomo dio media vuelta, a
pesar de no comprender a qué venía tanto misterio. Era evidente que no iba a
pronunciar pregunta alguna. No era quién para inmiscuirse en los problemas de
la familia, aunque sí le preocuparan.
Helen miró a Thomas, que siguió
con los ojos a Arthur mientras se marchaba y los dejaba solos de nuevo. Su
mirada azulada se posó en ella, se mesó los cabellos oscuros con ambas manos
mientras pensaba qué decirle y suspiró de manera sonora antes de abrir la boca.
—Por favor, no te preocupes por
mi hermano. Iré a hablar con él lo antes posible y trataré de hacerle entrar en
razón. Procuraré que mis padres no intercedan —añadió con pesar—, porque en tal
caso, Richard será aún más intransigente con todo este tema.
—Está bien —asintió con tristeza.
¿Qué otra cosa podía hacer? No tenía ninguna influencia sobre el hombre que
ahora era su esposo… ¿Qué podría decirle? Ya ni siquiera sabía quién era ese
hombre que la había cortejado todos esos años hasta la boda.
Thomas se ofreció para
acompañarla hasta su habitación y Helen no se negó, como tal vez debería haber
hecho. No estaría bien que alguien los viera paseando a solas por la casa, más
aún cuando el servicio se enterara de que Richard había partido de inmediato
tras la ceremonia. Sin embargo, ninguno prestó atención a nadie más mientras
caminaban en silencio y a una distancia prudencial el uno del otro.
De no haber estado tan
ensimismados con sus pensamientos, podrían haber sido testigos de que una de
las doncellas les observaba desde la escalera del servicio. Vio cómo Thomas se
despedía de Helen y la besaba en la mano para desaparecer por el pasillo hacia
su propia habitación.
—Oh, Roselyn. Creo que al fin
tenemos una solución para mejorar tu situación con el marqués —murmuró aquella
joven para sí misma al cerrar la puerta con cuidado y marcharse a dormir.
Espero que os haya gustado mucho, y os animéis a comprarla aquí.
Un fuerte abrazo!
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