Capítulo 3
A pocas semanas de la boda, y
cuando la temporada había finalizado, Helen decidió marcharse a la casa de
campo de su familia en Kent. El duque trasladó a la suya a su casa de campo
también, y además, no estaba situada demasiado lejos, de modo que podían seguir
cenando todos juntos cuando lo desearan.
Su hermano y su padre,
permanecieron un tiempo más en la ciudad para solucionar algunos asuntos
relacionados con el futuro cargo de James. Sabía que el vizconde tenía ya edad
para casarse, como bien le había aleccionado su padre, de modo que Helen
sospechó que su hermano tendría que pasar por el altar en un futuro no muy
lejano. Esperaba que lo hiciera pronto y que escogiera bien a su futura esposa,
así él podría volver con ella al campo y pasar allí la temporada de invierno, de
lo contrario, les echaría mucho de menos, a los dos.
Su casa de Kent traía muchos
recuerdos a los hombres de la familia, por lo tanto, solían limitar su estancia
al menor tiempo posible. Helen, por otro lado, disfrutaba del campo. Le parecía
mucho más relajante que la ciudad, y tenía la ventaja de tener cerca a Margaret
y a su hermanastra Catherine. Con ellas cerca, jamás tenía tiempo de aburrirse.
Pero esta vez, Helen necesitaba
estar a solas. Como no le era posible estarlo en la mayoría de las ocasiones,
porque los preparativos de la boda, y también la duquesa, la requerían con
frecuencia, a veces se excusaba alegando que tenía visitas y compromisos
ineludibles para poder estar tranquila en casa. Algo que no era del todo
extraño para los demás, porque cuando estuviera casada, estaría muy ocupada; sería
ella la que recibiera las visitas de sus amistades, y tendría asuntos
importantes que atender, así como el deber de ocuparse de muchas nuevas responsabilidades.
A nadie le extrañaba que necesitara tiempo para poner sus asuntos en orden. Lo
que no sabían era que en realidad aprovechaba las ocasiones que se le
presentaban para ir a visitar a Margaret y Catherine, las dos personas a las
que más deseaba ver, con las que no tenía que comportarse como si todo en el
mundo, fuera de las paredes de su casa, estuviera bien. Por suerte, ellas vivían
en un pueblo cercano, en una casa modesta aunque bien provista, que William se
había encargado de arreglar para las dos.
Sabía que su padre las visitaba
tan a menudo como podía; lo que Helen no lograba entender, era porqué seguía negándose
a casarse con ella. Margaret era una mujer asombrosa, amable y bella, incluso a
su edad. Tendría unos treinta y cinco años, aunque nunca logró saberlo con
seguridad, pero eso no era algo que importara a Helen, sino más bien al
contrario. Insistía en que ya era hora de que tanto su padre como Margaret
legalizaran su unión y así poder ser felices, aunque los dictados de la
sociedad les pudieran condenar por ello.
A menudo se sentía mal porque
pensaba que era culpa suya el que su padre no siguiera a su corazón, ya que el
escándalo podría perjudicarla a ella también. Claro que su antigua institutriz
vivía muy cómodamente y gozaba de todas las atenciones necesarias. Siempre le
decía que ella era feliz así, que era muy consciente de cómo era el mundo −sobre
todo para las mujeres−, pero que llevaba una vida maravillosa y tranquila, algo
a lo que siempre aspiró.
Helen casi le creía. No porque en
realidad pensara que Margaret maquillaba sus palabras para ella, sino porque
sabía que amaba a su padre, y sentía pena porque no pudieran vivir juntos como
ambos se merecían. Hacía demasiados años que William estaba solo desde la
muerte de su madre y no le parecía justo. Todo el mundo tenía derecho a seguir
a su corazón. Aunque tal vez estuviera equivocada, puesto que ella no era
ninguna experta y lo sabía muy bien.
El asunto de Richard le provocaba
un doloroso malestar siempre que pensaba en ello.
Unos días antes de marcharse de
Londres, estando en casa de los duques, había oído hablar a Viviane con una de
sus invitadas del inconveniente de tener que buscar a una doncella y una
ayudante de cocina, porque las que trabajaban en su casa habían decidido irse a
vivir con unos familiares no muy lejos de allí. En ese momento, casi dejó caer
la taza de porcelana al suelo.
Ella sospechaba cuál era la
verdad. Recordaba la conversación que oyó por casualidad y casi se le paró el
corazón al pesar que Richard podría estar manteniendo no a una, sino a dos
mujeres, lo que ya era escandaloso, despreciable para su gusto, y una total
falta de respeto por ella, que pronto sería su esposa.
Sintió cierto alivio cuando
Viviane alegó que estas jóvenes eran hermanas y que por eso se marchaban
juntas. Claro que en el curso de los acontecimientos, ese detalle en realidad
no cambiaba nada. Quiso hacer preguntas, pero eso solo levantaría rumores
acerca de su interés y no sabría cómo justificarlo. Helen imaginó que el marqués
alojaría a ambas en alguna propiedad cercana para poder mantener a su amante y
estar con ella cuando lo deseara. Casi se echó a llorar cuando pensó en esa
posibilidad, pero no sabía cómo solucionarlo, ya que era humillante poner ese
dato en conocimiento de cualquiera, por mucha amistad que hubiera.
Ese día el trayecto en el coche
de caballos le pareció corto. Helen se dirigió a la casa de Margaret, y antes
de que llegara a la puerta, cuando Helen puso los pies en el suelo, esta salió
a recibirla con un abrazo. Ambas se rieron. A Helen le gustaba la sencillez de
todo lo relacionado con la vida en el campo; a veces era agotador seguir las
restricciones de la ciudad, y sus escapadas eran cada vez más placenteras para
ella. Suponía que sería mucho más feliz viviendo siempre cerca de la
naturaleza, pero no era algo que pudiera hacer sin más. Y en poco tiempo
tendría muchas responsabilidades en la ciudad también. La idea de ser marquesa,
por muchos motivos, empezaba a no resultar tan atractiva como hacía unos meses,
cuando vivía en la más absoluta ignorancia. Se dijo que estaba mejor ahora,
porque al menos era consciente de lo que ocurría, por muy doloroso que fuera,
pero tampoco era consuelo.
—Qué contenta estoy de verte de
nuevo —dijo Margaret con un desbordante entusiasmo.
—Siento no haber venido la semana
pasada —se disculpó con expresión abatida—. He estado muy ocupada.
—Claro —asintió solemne—, la boda
de la marquesa de Thorne no es cualquier cosa —bromeó.
Helen se quedó pensativa al oír el
título que pronto sería tuyo. Como Richard; al menos en apariencia. Estos hechos
cada vez le resultaban más extraños, después de su descubrimiento. Intentó
recordar cómo se sentía cuando no conocía el verdadero rostro de su prometido,
y le resultó difícil creer que pudiera haber estado tan encaprichada por
alguien así. ¿Podría ser todo una treta de una mujer ambiciosa? No tenía la
menor idea, pero poco importaba en realidad.
Trató de no pensar en él, pues
todo lo relacionado con su prometido le causaba dolor de cabeza últimamente. Su
inocente enamoramiento se iba enfriando, pero a su vez pensaba que eso no era
nada bueno, ya que tendría que convivir con él toda la vida. ¿Qué podría hacer?
La respuesta era sencilla: nada; y eso sí que era una absoluta certeza. Tragó
el nudo que se formó en su garganta y forzó una sonrisa para que Margaret no se
percatara de que escondía sus emociones. Lo último que deseaba era preocuparla.
Pasaron a la casa y Helen se
sintió como en su segundo hogar. Olvidó todo lo malo por un instante.
—¿Dónde está Catherine?
—Oh, la he dejado salir fuera un
rato para que haga un descanso antes de continuar con sus lecciones —le explicó
con una sonrisa.
Helen correspondió el gesto. Hizo
una aspiración que la llenó de tranquilidad, por el aire puro que entró en su
organismo. Adoraba este lugar.
—La casa está muy silenciosa
—comentó Helen pensativa—, vamos fuera para saludarlas.
—Sí, ahora mismo estamos nosotras
solas.
Antes de que Helen pudiera
preguntarle por las otras dos jovencitas del pueblo a las que enseñaba en su casa,
apareció el mayordomo para saber si deseaban tomar el té. Margaret solicitó que
lo tuviera todo preparado en treinta minutos y así podrían salir un momento a
ver a la pequeña y disfrutar de la cálida mañana.
Divisaron a la niña de nueve años
recogiendo flores a unos metros de ellas y Helen vio a un hombre pasando cerca
de la propiedad. Observaba a Catherine y luego a ellas, e hizo un gesto de
saludo con un sombrero sencillo que llevaba puesto. Margaret le saludó con la
cabeza y Helen se dio cuenta de que se había tensado a su lado. Se preguntó
porqué tenía esa reacción, y quién sería el caballero. La miró interrogante,
pero ella solo le observaba a él con cierta aprensión. Como no llevaba guantes
en ese momento, notó que Margaret tenía los nudillos blancos por apretar las
manos. Se extrañó cada vez más.
Su antigua institutriz avanzó
unos pasos con Helen del brazo.
—No digas nada —siseó en voz
baja.
Esta miró a su hija con una
sonrisa tensa y la llamó.
—Catherine, querida, ven a
saludar —dijo Margaret con una voz claramente forzada. Trataba de parecer
casual hablando, pero Helen notó el matiz preocupado en su tono.
No pudo evitar ponerse nerviosa
ante esa extraña actuación. ¿Qué pasaba?
Olvidó lo que estaba pensando
cuando Catherine se dio la vuelta y las miró con una sonrisa resplandeciente,
agitando a su vez las dos manos en lo alto de la cabeza.
—¡Helen! Qué bien, has venido a
vernos —dijo caminando deprisa para darle un abrazo como saludo.
—Pues claro, ¿dónde podría estar
mejor? —inquirió en tono de broma, aunque lo decía muy en serio.
—Entremos a tomar el té, ya
estará listo —pidió Margaret con cierta urgencia.
Helen la miró confusa. No sabía
por qué procedía de un modo tan extraño cuando no era propio de ella. Entraron
en la casa las tres juntas y pasaron a un salón donde solían pasar el rato
cuando Helen las visitaba. Ellas mismas habían confeccionado la mayoría de los
detalles decorativos como los cojines, las cortinas, y algunos de los cuadros
que colgaban de las paredes en tonos pastel. A Margaret se le daban muy bien la
pintura y los bordados, y Helen había tenido el privilegio de aprender de una
buena maestra, por lo que no le importó hacer algunas fundas para ella y
aportar algo a la casa, también a modo de regalo para su nuevo hogar.
Pasaron un rato hablando del
tiempo, de la inminente boda, y de los estudios de Catherine, hasta que la niña
decidió tocar el piano para ellas. Lo hacía de maravilla y ambas disfrutaron de
la actuación.
Helen dudó unos instantes, pero
finalmente se decidió a acercarse más a Margaret para poder hablar con ella de
lo sucedido momentos antes sin que Catherine las escuchara.
—Marge —dijo, usando su
diminutivo en tono cariñoso—, me gustaría que me explicaras qué ha ocurrido
antes —pidió con voz suave, tratando de no cambiar la expresión serena de su
rostro. No quería que su hermana se alterara, ya que parecía ajena a lo que le preocupaba
a su madre.
Margaret se quedó en silencio,
meditando la posibilidad de contarle todo, o por el contrario, guardar silencio.
Sin embargo, puesto que el asunto le concernía en realidad a ella, debía
hablar, meditó esta para sus adentros.
—El hombre que ha pasado junto a
la propiedad, es el antiguo barón de Hurthings, Connor Mitchell. Hace años se
vio envuelto en el escándalo y perdió sus tierras y su título —explicó. Apretó
los labios y se aclaró la garganta antes de continuar—. Nadie supo de él hasta
hace unos años. Al parecer pidió trabajo en una granja y ha vivido a unas
millas de distancia desde entonces.
—¿Qué fue lo que pasó? —inquirió
Helen en tono confidente.
Margaret la miró unos segundos y
fijó la vista de nuevo al frente. Suspiró.
—La gente decía todo tipo de
cosas terribles sobre… el fallecimiento de su mujer…
Se detuvo porque Catherine había
acabado la pieza. Margaret le solicitó otra, y ella las complació gustosa. Al
cabo de unos segundos, la pequeña prosiguió con entusiasmo. Era una excelente
pianista.
Helen observó a Margaret con
detenimiento. Parecía bastante tensa, pero necesitaba saber más. Por algún
motivo, sentía una tremenda curiosidad.
—Se comentaba que había tenido
algo que ver con lo que le ocurrió a su esposa porque no era un matrimonio
feliz —dijo, y una fugaz expresión de tristeza cruzó su rostro. Aunque Helen lo
percibió, supuso que como el caballero vivió por la zona hacía años, conocería
la historia tan de cerca, que era normal sentir empatía—. Llevaba una vida
disoluta y tenía mal carácter, aunque nadie que lo conociera en persona había
notado, ni mencionado, nada extraño antes —añadió—. Pero claro, la desgracia
llamó a su puerta y fue del mal en peor.
Helen sintió un escalofrío. Sin
duda era una situación terrible la que tuvo que vivir esa desconocida. Sintió
pena por ella.
—¿En qué sentido? —inquirió Helen
despacio.
—Al parecer, su único hijo y
heredero, estaba comprometido con la hija de un conde. Este rompió el
compromiso cuando vio que ya no era un partido recomendable para ella.
—Santo cielo, es terrible. Debió
de acabarse su vida aquel día —dijo sabiendo que literalmente tuvo que ser así,
pues la sociedad más selecta de Londres, ni olvidaba, ni perdonaba. Si un conde
le dio la espalda, los demás no tardarían en hacer lo mismo.
Margaret guardó silencio,
esperando que Helen no preguntara nada más, pero esta, al ver su reacción al
contarle todo aquello, supo que había algo más. Se le ocurrió algo que no le
gustó demasiado.
—¿Acaso ha mostrado interés en
Catherine? Aún es joven para concertar un matrimonio, y creo que coincidirás
conmigo en que es mejor mantener las distancias —comentó con el ceño fruncido.
—Tú te comprometiste a esa misma
edad, ¿lo recuerdas? —señaló con una sonrisa.
—Es cierto. Aunque en mi caso fue
diferente —señaló—. No debes permitir que alguien con ese historial se acerque
a nuestra Cath —susurró con preocupación—. Seguro que mi padre no lo permitirá
de ningún modo…
En ese momento, las palabras de
Margaret resonaron en su cabeza: un conde fue el que anuló el compromiso de su
hija con el hijo del barón, pero… ¿quién era el conde en cuestión?, se preguntó
con un nudo en el estómago. Apretó su falda con las manos y al darse cuenta de
su arrebato, la soltó. Respiró y formuló la pregunta que Margaret ya conocía,
pues la miraba con resignación al darse cuenta de que con seguridad, ella se
había percatado de todo.
—Ese conde… —empezó con voz
entrecortada. No pudo acabar la frase cuando sintió un escalofrío por su
espalda.
—Sí, era tu padre —confirmó
asintiendo con la cabeza sin ocultar el pesar en su mirada—. Cuando tu madre
murió, le pidió que cancelara el compromiso. La razón fue que dos meses antes
de tu nacimiento, empezaron los rumores sobre él. No se hablaba de otra cosa en
Londres —explicó.
—Nunca me dijo nada al respecto
—comentó impactada.
—Seguro que yo no debería
habértelo mencionado, pero tampoco contaba con que volveríamos a verle por
aquí. Sus negocios en común con tu padre se acabaron hace muchos años.
Helen asintió pensativa,
asimilando lo que acababa de descubrir sobre su propio pasado.
—¿Qué fue de su hijo? —quiso
saber.
—Algunos dicen que está en el
ejército y otros, que está en alta mar ejerciendo como comerciante. Pero lo que
es cierto es que no vive con su padre —dijo pensativa—, y nadie que yo conozca,
le ha visto desde que se marchó con su padre siendo solo un niño, a no se sabe
dónde.
—Espero que no tenga intención de
retomar las relaciones con la familia —meditó Helen en voz baja y con un matiz
de inquietud en cada una de sus palabras.
Ambas se miraron con aprensión.
Era justo lo que más temían, que tratara de algún modo, volver a subir en la
escala social y utilizara a la hija ilegítima, aunque reconocida, del conde de
Bendsford, tal como ocurriera hacía años con Helen. Era una de las pocas cosas
que le reportaría respetabilidad después de lo que ocurrió. Aunque ninguna dudó
de que eso fuera una hazaña complicada de lograr. Estaban seguras de que una
cosa así, perduraría en la memoria de muchas personas.
En cierto modo, era un alivio
para ambas.
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