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jueves, 25 de septiembre de 2014

Mi vampira traviesa. Capítulo 3


Buenos días!!! Para celebrar que hemos llegado a la visita número 10.000, os dejo un pequeño regalito. Espero que lo disfrutéis. Un abrazo y mil gracias a todos!!






3





La miraba como tantas veces lo había hecho. Con una mezcla de cariño, tristeza y algo más que nunca supo qué era con exactitud, pues lo ocultaba muy bien cuando Edith andaba cerca, era como si se colocara una coraza impenetrable. Ella casi podía verla y palparla con sus propias manos.

—Edith…

Siempre adoró su voz, tan grave y a la vez tan tierna. Cuando hablaba con ella, parecía que toda la frialdad se evaporaba de repente. Volvieron a aflorar en ella sentimientos que creía enterrados para siempre: era una sensación familiar, como si él fuera una pieza que siempre hubiera faltado en su vida, pero más que pasión o deseo, era un sentimiento fraternal, le apreciaba como al compañero o al hermano que nunca tuvo. Como a la familia que nunca pudo disfrutar cuando perdió a su madre, aunque incluso la relación con ella cuando vivía nunca fue normal, ya que según su tía, no fue la misma desde que el padre de Edith la abandonó.

Pero no era lo único que recordaba cuando veía sus ojos azules. También le dolía la traición que sufrió a manos de aquel hombre que había vuelto a aparecer en su vida. Cuando le convirtió en vampiro, descubrió que su extraña relación había sido una mentira. Él nunca le explicó qué era en realidad y estaba muerta de miedo cuando aquel día de 1749 despertó desorientada en la lujosa mansión de estilo Tudor que poseía el entonces Conde de Burmington. Lo único que siempre recordaba de ese momento, era el saber que ella ya no era una mujer corriente, era un monstruo. Aquello que la gente normal siempre consideraba algo atroz y que siempre era el tema principal de los cuentos de terror que se contaban a los niños por la noche al irse a dormir. Ni siquiera fue capaz de huir de él entonces, por el vínculo que los unía y porque pensaba que si alguien la veía, sabría lo que era, aunque para los humanos no resultaba tan fácil percatarse de su naturaleza. Pero claro, a Edith le quedaban muchas cosas por aprender, cosas que quiso saber por su cuenta, pues no podía volver a confiar en Adolf nunca más.

Permaneció encerrada durante mucho tiempo. Solo se alimentaba de humanos cuando él se lo ordenaba, porque aunque sabía que había hecho algo imperdonable al convertirla sin su consentimiento, no deseaba que ella muriera de hambre, así que procuraba ejercer su influencia como creador, para explicarle ciertas cosas o para obligarla a alimentarse.

Supo que con el tiempo, la intolerancia a la luz del sol se disiparía por sí sola, sobre todo si le alimentaba con más frecuencia. Con el paso de los años, incluso eso se hacía más fácil: sería capaz de beber la sangre de los humanos sin dañarlos o matarlos, y borrar luego los recuerdos, entrando en sus mentes y manipulándolas. Adolf le aseguró que no era necesaria la matanza para sobrevivir como vampiro y que con el paso de los siglos, no tendría que alimentarse cada día para ser fuerte y conservar sus poderes. Edith no sabía por qué era tan hipócrita, porque él no aplicaba sus propias reglas.

La relación entre ambos fue muy difícil. Edith nunca volvió a sentirse segura cuando Adolf estaba cerca, pues el dolor de la traición estaba muy reciente y ambos sentían el sufrimiento que se causaban mutuamente.

No hubo transcurrido ni un mes, cuando él decidiera dejarla libre, advirtiéndola para que guardara el secreto de los dos, pues era muy peligroso que la gente supiera que eran vampiros. El miedo que provocaba esa palabra estaba muy generalizado y los rumores se propagaban con mucha facilidad a pesar de los tiempos que eran, así que tendría que tener mucho cuidado si iba a permanecer sola. Tendría que alejarse de los lugares más problemáticos, como los centros de las grandes ciudades. Así que Edith vivió casi aislada durante décadas, hasta que supo que se podía controlar y permanecer cerca de las personas normales sin mostrar su verdadera naturaleza.

Aquello quedaba ya muy lejos, pero los recuerdos volvían a su mente al contemplar el apuesto rostro de Adolf. Le recordaba a alguien, pero no sabía a quién exactamente.

—Ha pasado mucho tiempo —habló por segunda vez.

—Sí.

Le costaba pronunciar cualquier otra palabra. Sentía un nudo en el estómago y unas terribles ganas de llorar; una de las cosas que menos soportaba, pues la hacían parecer débil y vulnerable y ella no era ninguna de esas cosas. Intentó respirar hondo, pero le costaba mantener la serenidad sabiendo que lo que más ansiaba tener Adolf, estaba justo detrás de ella: los recuerdos de su madre. Por alguna razón que ella nunca entendería, Adolf los deseaba más que ninguna otra cosa en el mundo. Supuso que algún día lo averiguaría.

—Has tenido que enviar a uno de tus matones antes de aparecer en persona —acusó.

Edith esperaba que le reportara una explicación por la intromisión de Jonathan en su tienda y hacía un rato en su puerta.

—El señor Brown no es ningún matón, querida.

—Odio tanto formalismo. Después de tantos siglos, no eres capaz de adaptarte a las nuevas tendencias, ¿verdad? —observó Edith refiriéndose a su manera de hablar y vestir, admirando el atuendo de él.

Vestía con un traje caro de un color oscuro, casi negro, pero ella podía distinguir que no era negro del todo. La corbata azul, le hacía resaltar el color de sus ojos, que ahora la observaban como si quisieran regañarla por su descaro. Siempre la había tratado como si fuese un profesor instruyendo a su alumna. Le hablaba de un modo tan claro y directo, que Edith quedó fascinada, pues en aquella época no era corriente, aunque ya desde el principio supo que había algo especial en él. Quizás por ese motivo le dejó entrar en su vida, por más que la sorprendiera y confundiera, parecía que estaba destinada a permanecer a su lado de un modo u otro.

No estaba segura de si aquello era algo bueno o malo.

—Tú tampoco has cambiado nada.

—Si te refieres al joyero y al anillo, ya te dije hace más de doscientos años, que pertenecieron a mi madre y nunca me desharé de ellos —estaba empezando a alzar la voz y procuró contenerse—. Jamás volverán a tus manos.

—Claro, porque has involucrado a una bruja en esto, ¿verdad? —inquirió con voz fría y dura—. ¿Cómo has podido hacer algo así?

—¿Cómo sabes eso?

La confusión se manifestó claramente en el rostro de Edith, dejando que Adolf estuviera seguro de su afirmación.

—Puedo sentir la energía que impregna toda la habitación —dijo con desagrado—. No puedes mezclarte con las brujas, es algo que nunca pensé que tendría que enseñarte, pero créeme, los que se relacionan con ellas siempre acaban pagando un precio muy alto por la magia.

Su voz se endureció y se volvió gélida como el viento frío e invernal que azotaba las ventanas de su apartamento en ese instante.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

Adolf no respondió, sino que la miró con una expresión de sufrimiento que casi la hace desmayarse, pues podía sentirlo casi como si fuera el propio. Verle así le recordó lo que sintió cuando se enteró de que su madre había muerto. Algo que sin duda quería olvidar, porque fue el peor día de su existencia.
—No es nada. Al menos nada que debas saber.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso debo suponer que tu nuevo esclavo tiene que desvelarme el gran secreto que guardas?

—No te refieras a él en ese término —pidió con la mirada perdida en el pasado—. Tú nunca fuiste mi esclava.

—Bueno, discípulo entonces —soltó con sarcasmo.

—Veo que las cosas siguen exactamente donde estaban hace dos siglos, así que me voy —expresó con tristeza antes de continuar—. Pero debes saber que el señor Jonathan Brown no es tan malo como crees.

—Me da igual quién sea.

—¿De verdad?

Su insinuación, acompañada por una leve sonrisa, dejó estupefacta a Edith. ¿Acaso Adolf tenía un propósito oculto cuando envió a Jonathan para robarle los objetos a su tienda? Se preguntó algo molesta por ello. No lo comprendía, y no estaba segura de querer hacerlo, así que hizo caso omiso de los sentimientos que emanaban del vampiro que tenía delante y se cruzó de brazos poniendo una expresión de insolencia, que sabía que Adolf detestaría.

—No soy un juguete que puedas manejar a tu antojo, así que por favor, piérdete de mi vista.

—Adiós.

Oyó la despedida en medio de una ráfaga de viento que produjo la marcha del vampiro de su habitación a toda velocidad. Solo oyó un leve chasquido de su puerta principal al cerrarse y pudo respirar con normalidad.

A Edith no le gustaban las sorpresas. Ese día en concreto, estaba empezando a detestarlas de una manera casi alarmante. Pensó que quedarse en casa era una mejor idea que salir por ahí, aunque tenía muchas ganas de tomarse unas copas. Pero imaginó que, ya que los dos vampiros que la estaban acosando conocían dónde vivía, no le vendría mal cambiar de aires por un rato, al menos fuera no se encontraría con indeseables.

Antes de salir de la tienda, le había dejado un mensaje a un hombre muy atractivo con el que le gustaba salir a pasárselo bien. Una buena comida, unas copas y más tarde, si le apetecía, se entregarían a una noche de pasión que le haría perder el sentido y olvidar lo ocurrido durante esas últimas horas. Ian Jenkins era el hombre perfecto, para que Edith enterrara muy hondo en su mente, el sabor de un mal día.

Era la combinación perfecta de belleza y simpatía, con un cuerpo esculpido que a ella le encantaba contemplar desnudo y lo mejor de todo es que él no deseaba tener una relación seria, así que no iría tras ella cuando decidiera que no deseaba más su compañía. Aunque llevaban quedando de forma esporádica durante más de un año, todo seguía igual para los dos.

Edith no conseguía conocer a hombres que desearan solo una aventura pasajera, normalmente cuando tenían más de dos citas y a ella le apetecía algo más íntimo pero igual de informal, ellos casi de forma inevitable, quedaban embelesados por su atractivo y le era muy difícil ignorar la persistencia de algunos. Sin embargo, Ian era tan mujeriego como ella alérgica a las relaciones de más de una semana, así que se podía decir que eran casi la pareja perfecta. Solo que su relación se limitaba a unas cuantas citas al mes o simplemente algún encuentro solo para disfrutar del sexo.

Ninguno de los dos parecía desear implicarse demasiado, porque habían salido escaldados cuando mezclaban los sentimientos en las relaciones que tuvieron en el pasado. Algo bueno que tenía para Edith, era que él estaba fascinado por su condición de vampira y no le importaba que le mordiera, de hecho le gustaba bastante que lo hiciera, porque aunque no había conocido a otra como ella, le atraía mucho todo lo relacionado con su mundo.

Edith no tuvo que manipular su mente y sus recuerdos, porque demostró que a pesar de que lo suyo era algo pasajero, ambos estaban de acuerdo y confiaban el uno en el otro.



Cuando llegó al restaurante donde había quedado con Ian, dejó su chaqueta en el guardarropa y la chica que la atendió, se quedó mirándola con mala cara, imaginó que por llevar un vestido de tirantes en pleno mes de febrero.

Lo que de verdad veía Edith una estupidez, era tener que llevar un abrigo o chaqueta, cuando ella no sentía ni la más mínima molestia por el frío en la calle. Así que para evitar soltar alguna palabra mal sonante en un restaurante tan lujoso, miró a la chica con altivez y sin apenas controlar la rabia que le daba la actitud de la jovencita. Si supiera cuántos años le llevaba, se quedaría helada. Pasó por su cabeza la idea de enseñarle los colmillos, así aprendería a tener respeto por los clientes, pero justo cuando estaba a punto de cometer una estupidez de proporciones bíblicas, sintió una presencia conocida.

Se dio la vuelta y vio a Ian, aunque no llamó su atención tanto como el otro hombre que estaba junto a éste. Jonathan estaba allí también. Solo esperaba que no la molestara más esa noche.

Evitando mirarle, se dirigió a su acompañante y lo besó en los labios sin apenas contenerse. Él no estaba acostumbrado a ser tan efusivo en público, pero Edith deseaba darle una lección al vampiro, aunque no supo muy bien el motivo. Pudo percibir que no se esperaba aquello, pues pudo sentir su sorpresa y su rabia, aunque esto último la dejó atónita a ella misma.

—Edith, que bien acompañada te veo.

No sabía si ignorarle o por el contrario, ser educada. Pero Ian se volvió y le saludó como si tal cosa. Ahora la que sintió rabia fue Edith.

—Hola, soy Ian Jenkins. ¿Eres amigo de Edith?

—Bueno…

—Para nada —interrumpió ella, antes de que el vampiro soltara alguna imprudencia—. Esta tarde irrumpió en mi tienda y desde entonces le veo hasta en la sopa.

Ambos notaron el tono molesto y sarcástico en su voz y Edith se sintió incómoda. Al parecer el vampiro era capaz de sacar lo peor de ella, aunque no era el único, Adolf tenía ese mismo efecto siempre que le veía.

—Así que eres un cliente.

—Más o menos —dijo Jonathan lanzando una mirada cargada de significado solo a Edith. Ella se la devolvió como una clara advertencia para que controlara las palabras que decía—. Quiero conseguir unas piezas únicas de su tienda, pero creo que les tiene un excesivo cariño y le costará desprenderse de ellas. Aunque siempre consigo lo que quiero, así que no me preocupa demasiado.

—Vaya, pues espero que podáis poneros de acuerdo.

—No estés tan seguro —respondieron al unísono Edith y Jonathan.

El momento fue interrumpido cuando una mujer muy atractiva se les acercó. Edith no se sorprendió porque fuera una vampira como ella, porque no era ni mucho menos, la primera con la que se cruzaba, pero lo que sí llamó su atención, es que se fuera directa a por Jonathan y tras colgarse de su brazo, se inclinó y depositó un beso en la mejilla que era cualquier cosa menos algo insignificante. Parecía que todo lo que hiciera aquella mujer, debía de estar cargado de erotismo. Tanto su cabello rubio que caía en suaves hondas, como sus labios, sus ojos sesgados, toda ella era como una bomba sexual a punto de explotar.

Edith percibía la seguridad en sí misma y el gran poder que rodeaba a la vampira y no le gustaba sentirse en desventaja. Ella no era cualquiera, pero sabía que la vampira era mucho más vieja y por lo tanto, más fuerte.

—¿Vamos? —preguntó la vampira con voz melodiosa.

—Claro, pero antes me gustaría presentarte a alguien —Jonathan la atrajo a él y con la mano libre señaló a Edith—. Ella es Edith White y su acompañante Ian Jenkins. Ésta es Rachel Hurt.

La mujer abrió mucho los ojos al oír su nombre y Edith se preguntó si ya sabía quién era ella. Quizás ambos trabajaban juntos para hacerse con sus valiosos objetos. Le costó indagar, porque la mujer se cerró herméticamente y no pudo leer ni sentir nada que le diera una pista de quién era.

Se estrecharon la mano y Rachel dirigió una mirada poco amistosa en dirección a Edith y otra mucho más atrevida a Ian.
Estaba acostumbrada a que su cita causara estragos entre las mujeres porque era muy atractivo, pero lo que la vampira estaba haciendo, era repasarlo con un descaro que molestó a Edith.

—Encantado —dijo educadamente Ian al estrecharle la mano a Rachel.

Edith puso los ojos en blanco sin poder contenerse. La escena la estaba incomodando mucho y quería marcharse del restaurante, pero no deseaba tener que explicarle a su pareja, que era la vampira que acababa de conocer y su acompañante los que le hacía sentirse así.

Notó algo extraño y también la tensión que emanaba de Ian, le acarició el brazo y supo que Rachel intentaba meterse en su mente para manipularla de alguna manera, aunque no sabía el motivo por el que quisiera hacer eso. Se ofendió por su atrevimiento y le dieron ganas de lanzarse a por ella y borrarle esa sonrisa coqueta de un puñetazo.

—¿Puede saberse qué pretendes? —siseó, intentando moderar el tono de su voz.

La vampira pareció confusa por un instante, aunque rápidamente compuso la máscara que se había colocado para no desvelar nada. A Edith le provocó desconfianza y quiso alejarse de ella. Normalmente los vampiros son reservados, pero nunca conoció a uno que escondiera también lo que sentía en ese momento, y pensó que aquello no presagiaba nada bueno.

—¿Por qué le proteges? —se interesó Rachel con una mirada penetrante que dirigía a ambos—. A no ser, que él sepa…

Jonathan frunció el ceño pensativo al oír la insinuación de la mujer que colgaba de su brazo.
—No es asunto tuyo —interrumpió Edith, no deseaba poner a Ian en peligro, y estaba empezando a sospechar que Rachel era eso exactamente—. Si nos disculpas, tenemos una mesa reservada.

Le lanzó una mirada de odio a Jonathan, que parecía muy entretenido aunque confundido con el numerito que estaban montando. Si volvía a verle, ajustaría cuentas con él, se prometió Edith.


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