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viernes, 18 de agosto de 2017

¿Cuentos de princesas o princesas de cuentos? - Prólogo



Prólogo



A pesar de la gran ocasión que se celebraba, no podía evitar sentirme un poco decaída.

Desde fuera, cualquiera podría pensar que mi vida era perfecta, de cuento de hadas, como suele decir mi madre a menudo, pero desde dentro, la cosa se veía de otro modo. O al menos eso me ocurría a mí.

Miré por la ventana de mi habitación, situada en el gran palacio al que irónicamente llamábamos casa, donde residíamos de manera habitual en Londres, y desde donde podía ver un trocito de Hyde Park. Deseé poder estar bajo los escasos rayos de sol de los que ya podíamos disfrutar, pero no; me tocaba estar viendo vestidos que costaban miles de libras mientras mi madre cacareaba feliz como una gallina con sus polluelos. Más bien polluelo, ya que desde hacía cuatro años, yo era la única heredera de la fortuna y títulos de mi familia.

Algunos necios pensaban que tenía suerte por ser la futura condesa de Clarenston, y sin embargo, ninguno se paraba a pensar en que la pérdida de mi hermano, el mejor amigo que todo el mundo desearía tener, fue lo más trágico que ocurrió en mi acomodada y “perfecta” vida de la alta sociedad británica.

En solo dos días, el tres de junio, era el aniversario de su muerte, y coincidía, con solo unas horas de diferencia, con el aniversario de la empresa que mi padre fundó veinticinco años antes.

No era casualidad, claro.

Edwin Theodore Olson, no era solo mi padre y actual conde de Clarenston, sino el creador de una gran empresa de inversiones (de las cuales yo conocía tan poco), miembro activo de la cámara de los lores, y uno de los hombres más ricos de Gran Bretaña. Eso le había acarreado algunos enemigos, como el ex socio que tras su despido, quiso hacerle sufrir, y que acabó por borrar de la faz de la Tierra a un ser inocente y bueno.

No me hubiera importado olvidarme de todo lo que mi familia me había enseñado y haberle dado su merecido personalmente y de algún modo que habría requerido algo de fuerza física de la que yo carecía, pero por suerte, si es que se le puede llamar así, la policía pudo capturarle y el culpable estaba en la cárcel desde entonces. Había sido rápido, ya que al parecer no era tan listo como se creyó, y las evidencias le señalaron con claridad. Se había hecho justicia, pero aún con todo, eso no nos devolvería a Colin. Nada lo haría.

Suspiré con pesar, y una vez más, me di cuenta de la frívola vida que llevaba.

Brittany Alexander era la mejor personal shopper de toda Inglaterra. Era diseñadora y una eminencia en la moda, y allí estaba, sentada en un diván, esperando a que me decidiera por un vestido para la gala que llevaba ya dos años sin celebrarse. Este habría sido el tercero de no ser por su relevancia.

A mi padre no le había importado cancelarla de por vida, pero mi madre, que se había convertido en una mujer imparable desde aquella tragedia, no lo habría permitido. Cada uno de nosotros creó un mecanismo de defensa para llorar la pérdida, y mientras mi padre se centraba en el trabajo, ella se dedicaba a ir a todos los partidos de polo, tenis, obras benéficas, subastas de arte y otras tantas miles actividades sociales a las que nos invitaban sin parar. Yo me escaqueaba cuando podía, al igual que él, pero muy a menudo nos veíamos arrastrados por nuestra querida y temida Violet Eleanor Marie Olson. Hasta su nombre imponía; y eso que era mi madre…

Parecía delicada y frágil, con esa constitución delgada de piel de porcelana y cabello castaño. A diferencia de mi padre que tiene los ojos marrones, ella los tiene de un azul intenso, como yo. Mi hermano había heredado el porte aristocrático de mi padre, y sus ojos oscuros. Yo era clavada a mi madre, aunque a mis veinticuatro años, casi me veía como una muchachita.

Había visto mundo y viajado durante años por Europa, pero desde que la tragedia sacudió a mi familia, todo cambió para mí.

No puedo salir sin escolta y las actividades que según palabras de mi madre, “pueden causarme algún daño o ponerme en peligro”, han quedado del todo prohibidas. En resumen: mi vida es un aburrimiento, tediosa y sin sabor, por más que intento buscarlo.

Aunque parezca extraño, mi único consuelo es un orfanato que ayudé y acabé de restaurar hace algo más de un año. Buscando un sentido a mi vida, encontré el lugar más destartalado que jamás soñé ver. Finsbury Park no era una zona muy recomendable de Londres, y yo ni debería haberme acercado por allí, pero en un vano intento de escapar de las garras lacadas de una madre sobreprotectora, decidí que en mi querida ciudad debía haber un lugar en el que sentirme a gusto en el peor momento de mi vida. Caminé sin cesar hacia la zona norte de la ciudad y topé con lo que en ese momento consideré mi destino. En mi cabeza se iluminó un rótulo con las palabras: debo ayudar a los niños. Y no me lo pensé dos veces. Llamé a la puerta y una jovencita no mucho mayor que yo abrió. Se quedó estupefacta cuando me miró, y no tardé en darme cuenta de lo que debió pensar en ese instante, ya que una semana después del entierro de Colin, yo aún llevaba luto, como era de esperar, y mi aspecto algo apagado y refinado debió imponer más de lo que imaginé.

Hablé con la directora, que en ese momento era el papel que desempeñaba una joven asistente social, y no recibí la respuesta que esperaba. Al igual que yo, también aquel lugar pasaba por un mal momento, ya que no había nadie que pudiera o deseara hacerse cargo de él. Lloré cuando las escuetas y ásperas palabras de aquella mujer me lo hicieron saber.

—Quiero devolver la vida a este lugar. No importa lo que cueste.

—¿Extendería un cheque en blanco así sin más?

Era más que evidente su escepticismo, y también, que no me creía ni por asomo.

Me aclaré la garganta e intenté parecer confiada, lo que en ese momento me resultaba difícil, porque por una vez, y no siendo ninguno de mis padres el causante, era mi interlocutor el que me estaba achantando.

—Me gustaría ayudar, eso es todo.

—La obra benéfica de una niña rica que no sabe qué hacer con su tiempo, ¿no es así? —inquirió con la voz aterciopelada que revestía el acero más afilado.

No sabía su nombre en aquel momento, pero sí conocía a la gente como ella. Despreciaba a la clase alta, a los que se supone que son privilegiados y llevan una vida cómoda, y no podía culparla, desde luego. Tampoco se la veía como alguien sin recursos, porque vestía un vaquero oscuro de marca, zapatos de tacón algo sencillos para mi gusto, y un suéter fino de color beis sin desgaste alguno. Su cabello rubio le llegaba a los hombros y sus ojos azules eran decididos y algo desafiantes. Me caía bien, aunque yo no le hubiera causado el mismo efecto a ella.

No en ese momento al menos.

—No me importa lo que pienses de mí, la verdad, pero aquí lo que cuenta no es mi intención, o lo que crees que pretendo, sino el hecho de que puedo contribuir a mejorar la calidad de vida de los niños que no han tenido la suerte de nacer en un bonito hogar con su familia.

Sus ojos me taladraron, sin confiar en mí o en mis palabras. Podía verlo, sentirlo. Se levantó de la silla tras el escritorio de madera maciza lleno de papeles y carpetas, y me extendió la mano con educación. Creí que me echaría de allí con unas pocas palabras de agradecimiento y que no volvería a saber de ella.

Estaba equivocada.

Formó una sonrisa apenas perceptible y me advirtió algo antes de decirme su nombre.

—Sé quién eres, y también conozco la obra social que hace tu familia, por eso creo que no mientes sobre tus intenciones —dijo con suavidad y a la vez con cautela—, pero si te echas atrás, procuraré que la prensa se te lance como una jauría de perros hambrientos callejeros.

Sonreí.

—Soy Eliana Campbell, por cierto.

Le estreché la mano y ambas supimos que desde entonces seríamos amigas.

Gracias al cielo, aquel lugar deprimente, oscuro, y carente de cuidados, ahora no era ni la sombra de lo que fue. Ahora era un verdadero refugio, un hogar.

Cuatro años más tarde, Eliana y yo seguíamos en contacto; éramos buenas amigas, nos ayudábamos en todo, y yo continuaba necesitando llamarla por teléfono para contar con su apoyo.

Me sentía bloqueada.

Al día siguiente debía presentarme ante un montón de personas influyentes en el mundo de los negocios, y debía parecer toda una princesa, como decía mi madre, de modo que no podía posponer más la elección de mi vestido de gala.

No obtuve respuesta de mi mejor amiga, y supuse que estaría muy liada. Respiré hondo y miré a Brittany para pedirle ayuda. Se le iluminó el rostro al ver que mostraba el mínimo interés en mi futura vestimenta. Me mostró uno a uno los preciosos y elegantes vestidos, y realzó sus muchas virtudes, aunque yo solo veía telas exquisitas bien confeccionadas. Menudo derroche.

Habló sin parar durante casi media hora, y al final opté por un vestido de gasa de color verde claro con tirantes y brillo en la parte superior; era un corpiño con pedrería por todas partes, que realzaba la silueta, y una falda suelta y voluminosa. Me lo probé para que pudiera sacarme una foto y enviársela a mi madre, que ya estaba de los nervios por mi tardanza y comprobé que mi reflejo en el espejo me devolvía la imagen de una chica que no era feliz. Mi forma de pensar había cambiado mucho en cuatro años, y lo que antes me volvía loca de placer, como ir de compras y estar siempre fabulosa para que las revistas de moda más importantes me sacaran con mi mejor aspecto, había dejado de importarme en lo más mínimo.

No era capaz de descuidar el exterior, por supuesto, o mi familia se vería arrastrada por la vergüenza y el escándalo, pero mis ansias de diversión y de actividades vacías, se tornó en una verdadera preocupación por los demás, y por las obras benéficas que no dejaba de financiar con una fortuna que me pesaba en lo más hondo de mi corazón. Quería dejar mi huella en el mundo por algo bueno, que mereciera la pena, y no por ser una tonta bonita que sabía posar y gastar dinero en bobadas.
No es que fuera nada de eso, pero la mayoría sí que me veía de ese modo, a pesar de que había ido a la universidad, y mis aficiones eran más que ir de tiendas y codearme con la élite del país.

Además, en un año y medio, todo mi mundo giraría en un sentido muy diferente, de modo que quería hacer algo que deseaba de corazón antes de convertirme en la señora de Bryan Morgan, el mayor socio de mi padre.

Era el soltero más cotizado de Inglaterra, y al poco tiempo de empezar a trabajar para la compañía Olson, se fijó en mí. Yo me sentí como en una burbuja, por supuesto, porque después de varios terribles desengaños amorosos de hombres que solo parecían caballeros, había logrado captar la atención de uno que lo era de verdad.

Mi familia conocía a la suya, y aunque ellos no eran tan conocidos en los círculos más altos, sí merecían cierto reconocimiento. Eran una familia antigua y respetada, por lo que consideraron que era muy buen candidato para ser mi marido. Sí, así es; a los dos meses de conocernos, y habiendo intercambiado apenas unas pocas frases, me habían envuelto en un compromiso concertado.

Una cosa anticuada que en un primer momento no me molestó en lo absoluto, pero que poco a poco me hizo pensar que estaba atrapada; literal y metafóricamente hablando.

Antes eran mis padres los que controlaban cada paso que daba, y ahora, bueno, era Bryan el que con solo una mirada, lograba imponer su opinión por encima de la mía.

Eso me recordó que también necesitaba su opinión sobre mi vestido. Y si bien era cierto que no le gustaba que le molestara con mis asuntos mientras estaba en la oficina, si el motivo era el que le diera la oportunidad de controlar algún aspecto de mi vida, no era tan reacio.

Su valoración positiva por mensaje me molestó más de lo que imaginaba.

—¿Hay algún problema, querida?

Me giré hacia Brittany, confusa por su pregunta, y me di cuenta de que tenía el ceño fruncido. Vi como mi expresión se relajaba y el espejo mostraba a la misma Daisy de siempre. La verdad es que empezaba a aborrecer mi propia actitud conformista.

—Todo bien. Bryan está encantado con el vestido —dije, aunque estar “encantado” era algo demasiado efusivo para la actitud de mi prometido—, y estoy segura de que mi madre lo estará también.

—Bien, eso espero. Fue ella la que pre-aprobó todos estos vestidos que traje para ti —señaló el perchero que había traído consigo.

Sonreí por educación, pero por dentro estaba que echaba chispas. ¿No podía hacer nada por mí misma sin que todo el mundo estuviera en medio, decidiendo mis propias decisiones? Si es que podía llamarlas propias…

Desde pequeña, había hecho cuanto me ordenaron, como una buena hija, y de mayor, aunque contaba con algo más de libertad, lo cierto era que todo lo que hacía, era bajo la estricta supervisión de mis padres. Hace ya dos años que estoy saliendo con Bryan, casi el mismo tiempo que llevamos prometidos, y ahora solo nos queda un año y medio para nuestra unión oficial. Entonces será él quien tome las decisiones por mí, pensé.

Cada vez que mi madre me decía que las cosas simplemente eran así, que eso era lo que una buena dama decía hacer, me enfadaba un poco más. Por dentro, claro.

¿De verdad iba a dejar que todo el mundo controlara mi vida, o sería capaz de hacer algo para ser yo misma?

Sonreí a mi reflejo en el espejo de cuerpo entero. Mis ojos me devolvieron un brillo de desafío y me sentí más valiente que nunca.

Tal vez las princesas de los cuentos de hadas y fantasías no desafiaran a sus familias, ni tampoco al príncipe azul, pero en mi propio cuento, quería ser una princesa que luchara por su felicidad, ya que los demás solo pensaban en sus propios intereses.

Después de algunas experiencias pasadas, los buenos chicos a veces demostraban ser unos auténticos canallas egoístas e irrespetuosos. ¿Podría la regla aplicarse a la inversa?

Si era lo bastante valiente como para buscar a un chico malo, ¿acabaría descubriendo al hombre de mis sueños?

Lo medité un instante antes de comprender que eso no podía ser. Me gustara o no, estaba prometida, y por mucho que quisiera, no podía deshacerlo.

Esa certeza despertó algo en mi interior. 



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