Prólogo
A pesar de la
gran ocasión que se celebraba, no podía evitar sentirme un poco decaída.
Desde fuera,
cualquiera podría pensar que mi vida era perfecta, de cuento de hadas, como
suele decir mi madre a menudo, pero desde dentro, la cosa se veía de otro modo.
O al menos eso me ocurría a mí.
Miré por la
ventana de mi habitación, situada en el gran palacio al que irónicamente
llamábamos casa, donde residíamos de manera habitual en Londres, y desde donde
podía ver un trocito de Hyde Park. Deseé poder estar bajo los escasos rayos de
sol de los que ya podíamos disfrutar, pero no; me tocaba estar viendo vestidos
que costaban miles de libras mientras mi madre cacareaba feliz como una gallina
con sus polluelos. Más bien polluelo, ya que desde hacía cuatro años, yo era la
única heredera de la fortuna y títulos de mi familia.
Algunos necios
pensaban que tenía suerte por ser la futura condesa de Clarenston, y sin
embargo, ninguno se paraba a pensar en que la pérdida de mi hermano, el mejor
amigo que todo el mundo desearía tener, fue lo más trágico que ocurrió en mi
acomodada y “perfecta” vida de la alta sociedad británica.
En solo dos
días, el tres de junio, era el aniversario de su muerte, y coincidía, con solo
unas horas de diferencia, con el aniversario de la empresa que mi padre fundó
veinticinco años antes.
No era
casualidad, claro.
Edwin Theodore
Olson, no era solo mi padre y actual conde de Clarenston, sino el creador de
una gran empresa de inversiones (de las cuales yo conocía tan poco), miembro
activo de la cámara de los lores, y uno de los hombres más ricos de Gran
Bretaña. Eso le había acarreado algunos enemigos, como el ex socio que tras su
despido, quiso hacerle sufrir, y que acabó por borrar de la faz de la Tierra a
un ser inocente y bueno.
No me hubiera
importado olvidarme de todo lo que mi familia me había enseñado y haberle dado
su merecido personalmente y de algún modo que habría requerido algo de fuerza
física de la que yo carecía, pero por suerte, si es que se le puede llamar así,
la policía pudo capturarle y el culpable estaba en la cárcel desde entonces.
Había sido rápido, ya que al parecer no era tan listo como se creyó, y las
evidencias le señalaron con claridad. Se había hecho justicia, pero aún con
todo, eso no nos devolvería a Colin. Nada lo haría.
Suspiré con
pesar, y una vez más, me di cuenta de la frívola vida que llevaba.
Brittany Alexander
era la mejor personal shopper de toda Inglaterra. Era
diseñadora y una eminencia en la moda, y allí estaba, sentada en un diván,
esperando a que me decidiera por un vestido para la gala que llevaba ya dos
años sin celebrarse. Este habría sido el tercero de no ser por su relevancia.
A mi padre no
le había importado cancelarla de por vida, pero mi madre, que se había
convertido en una mujer imparable desde aquella tragedia, no lo habría
permitido. Cada uno de nosotros creó un mecanismo de defensa para llorar la
pérdida, y mientras mi padre se centraba en el trabajo, ella se dedicaba a ir a
todos los partidos de polo, tenis, obras benéficas, subastas de arte y otras
tantas miles actividades sociales a las que nos invitaban sin parar. Yo me
escaqueaba cuando podía, al igual que él, pero muy a menudo nos veíamos
arrastrados por nuestra querida y temida Violet Eleanor Marie Olson. Hasta su
nombre imponía; y eso que era mi madre…
Parecía
delicada y frágil, con esa constitución delgada de piel de porcelana y cabello castaño.
A diferencia de mi padre que tiene los ojos marrones, ella los tiene de un azul
intenso, como yo. Mi hermano había heredado el porte aristocrático de mi padre,
y sus ojos oscuros. Yo era clavada a mi madre, aunque a mis veinticuatro años,
casi me veía como una muchachita.
Había visto
mundo y viajado durante años por Europa, pero desde que la tragedia sacudió a
mi familia, todo cambió para mí.
No puedo salir
sin escolta y las actividades que según palabras de mi madre, “pueden causarme
algún daño o ponerme en peligro”, han quedado del todo prohibidas. En resumen:
mi vida es un aburrimiento, tediosa y sin sabor, por más que intento buscarlo.
Aunque parezca
extraño, mi único consuelo es un orfanato que ayudé y acabé de restaurar hace
algo más de un año. Buscando un sentido a mi vida, encontré el lugar más
destartalado que jamás soñé ver. Finsbury Park no era una zona muy recomendable
de Londres, y yo ni debería haberme acercado por allí, pero en un vano intento
de escapar de las garras lacadas de una madre sobreprotectora, decidí que en mi
querida ciudad debía haber un lugar en el que sentirme a gusto en el peor
momento de mi vida. Caminé sin cesar hacia la zona norte de la ciudad y topé
con lo que en ese momento consideré mi destino. En mi cabeza se iluminó un
rótulo con las palabras: debo ayudar a los niños. Y no me lo pensé dos veces.
Llamé a la puerta y una jovencita no mucho mayor que yo abrió. Se quedó
estupefacta cuando me miró, y no tardé en darme cuenta de lo que debió pensar
en ese instante, ya que una semana después del entierro de Colin, yo aún
llevaba luto, como era de esperar, y mi aspecto algo apagado y refinado debió
imponer más de lo que imaginé.
Hablé con la
directora, que en ese momento era el papel que desempeñaba una joven asistente
social, y no recibí la respuesta que esperaba. Al igual que yo, también aquel
lugar pasaba por un mal momento, ya que no había nadie que pudiera o deseara
hacerse cargo de él. Lloré cuando las escuetas y ásperas palabras de aquella
mujer me lo hicieron saber.
—Quiero
devolver la vida a este lugar. No importa lo que cueste.
—¿Extendería un
cheque en blanco así sin más?
Era más que
evidente su escepticismo, y también, que no me creía ni por asomo.
Me aclaré la
garganta e intenté parecer confiada, lo que en ese momento me resultaba
difícil, porque por una vez, y no siendo ninguno de mis padres el causante, era
mi interlocutor el que me estaba achantando.
—Me gustaría
ayudar, eso es todo.
—La obra
benéfica de una niña rica que no sabe qué hacer con su tiempo, ¿no es así?
—inquirió con la voz aterciopelada que revestía el acero más afilado.
No sabía su
nombre en aquel momento, pero sí conocía a la gente como ella. Despreciaba a la
clase alta, a los que se supone que son privilegiados y llevan una vida cómoda,
y no podía culparla, desde luego. Tampoco se la veía como alguien sin recursos,
porque vestía un vaquero oscuro de marca, zapatos de tacón algo sencillos para
mi gusto, y un suéter fino de color beis sin desgaste alguno. Su cabello rubio
le llegaba a los hombros y sus ojos azules eran decididos y algo desafiantes.
Me caía bien, aunque yo no le hubiera causado el mismo efecto a ella.
No en ese
momento al menos.
—No me importa
lo que pienses de mí, la verdad, pero aquí lo que cuenta no es mi intención, o
lo que crees que pretendo, sino el hecho de que puedo contribuir a mejorar la
calidad de vida de los niños que no han tenido la suerte de nacer en un bonito
hogar con su familia.
Sus ojos me
taladraron, sin confiar en mí o en mis palabras. Podía verlo, sentirlo. Se
levantó de la silla tras el escritorio de madera maciza lleno de papeles y
carpetas, y me extendió la mano con educación. Creí que me echaría de allí con
unas pocas palabras de agradecimiento y que no volvería a saber de ella.
Estaba
equivocada.
Formó una
sonrisa apenas perceptible y me advirtió algo antes de decirme su nombre.
—Sé quién eres,
y también conozco la obra social que hace tu familia, por eso creo que no
mientes sobre tus intenciones —dijo con suavidad y a la vez con cautela—, pero
si te echas atrás, procuraré que la prensa se te lance como una jauría de
perros hambrientos callejeros.
Sonreí.
—Soy Eliana
Campbell, por cierto.
Le estreché la
mano y ambas supimos que desde entonces seríamos amigas.
Gracias al
cielo, aquel lugar deprimente, oscuro, y carente de cuidados, ahora no era ni
la sombra de lo que fue. Ahora era un verdadero refugio, un hogar.
Cuatro años más
tarde, Eliana y yo seguíamos en contacto; éramos buenas amigas, nos ayudábamos
en todo, y yo continuaba necesitando llamarla por teléfono para contar con su
apoyo.
Me sentía
bloqueada.
Al día
siguiente debía presentarme ante un montón de personas influyentes en el mundo
de los negocios, y debía parecer toda una princesa, como decía mi madre, de
modo que no podía posponer más la elección de mi vestido de gala.
No obtuve
respuesta de mi mejor amiga, y supuse que estaría muy liada. Respiré hondo y
miré a Brittany para pedirle ayuda. Se le iluminó el rostro al ver que mostraba
el mínimo interés en mi futura vestimenta. Me mostró uno a uno los preciosos y
elegantes vestidos, y realzó sus muchas virtudes, aunque yo solo veía telas
exquisitas bien confeccionadas. Menudo derroche.
Habló sin parar
durante casi media hora, y al final opté por un vestido de gasa de color verde
claro con tirantes y brillo en la parte superior; era un corpiño con pedrería
por todas partes, que realzaba la silueta, y una falda suelta y voluminosa. Me
lo probé para que pudiera sacarme una foto y enviársela a mi madre, que ya
estaba de los nervios por mi tardanza y comprobé que mi reflejo en el espejo me
devolvía la imagen de una chica que no era feliz. Mi forma de pensar había
cambiado mucho en cuatro años, y lo que antes me volvía loca de placer, como ir
de compras y estar siempre fabulosa para que las revistas de moda más importantes
me sacaran con mi mejor aspecto, había dejado de importarme en lo más mínimo.
No era capaz de
descuidar el exterior, por supuesto, o mi familia se vería arrastrada por la
vergüenza y el escándalo, pero mis ansias de diversión y de actividades vacías,
se tornó en una verdadera preocupación por los demás, y por las obras benéficas
que no dejaba de financiar con una fortuna que me pesaba en lo más hondo de mi
corazón. Quería dejar mi huella en el mundo por algo bueno, que mereciera la
pena, y no por ser una tonta bonita que sabía posar y gastar dinero en bobadas.
No es que fuera
nada de eso, pero la mayoría sí que me veía de ese modo, a pesar de que había
ido a la universidad, y mis aficiones eran más que ir de tiendas y codearme con
la élite del país.
Además, en un
año y medio, todo mi mundo giraría en un sentido muy diferente, de modo que
quería hacer algo que deseaba de corazón antes de convertirme en la señora de Bryan
Morgan, el mayor socio de mi padre.
Era el soltero
más cotizado de Inglaterra, y al poco tiempo de empezar a trabajar para la
compañía Olson, se fijó en mí. Yo me sentí como en una burbuja, por supuesto,
porque después de varios terribles desengaños amorosos de hombres que solo parecían
caballeros, había logrado captar la atención de uno que lo era de verdad.
Mi familia
conocía a la suya, y aunque ellos no eran tan conocidos en los círculos más
altos, sí merecían cierto reconocimiento. Eran una familia antigua y respetada,
por lo que consideraron que era muy buen candidato para ser mi marido. Sí, así
es; a los dos meses de conocernos, y habiendo intercambiado apenas unas pocas
frases, me habían envuelto en un compromiso concertado.
Una cosa
anticuada que en un primer momento no me molestó en lo absoluto, pero que poco
a poco me hizo pensar que estaba atrapada; literal y metafóricamente hablando.
Antes eran mis
padres los que controlaban cada paso que daba, y ahora, bueno, era Bryan el que
con solo una mirada, lograba imponer su opinión por encima de la mía.
Eso me recordó
que también necesitaba su opinión sobre mi vestido. Y si bien era cierto que no
le gustaba que le molestara con mis asuntos mientras estaba en la oficina, si
el motivo era el que le diera la oportunidad de controlar algún aspecto de mi
vida, no era tan reacio.
Su valoración
positiva por mensaje me molestó más de lo que imaginaba.
—¿Hay algún
problema, querida?
Me giré hacia
Brittany, confusa por su pregunta, y me di cuenta de que tenía el ceño
fruncido. Vi como mi expresión se relajaba y el espejo mostraba a la misma
Daisy de siempre. La verdad es que empezaba a aborrecer mi propia actitud
conformista.
—Todo bien.
Bryan está encantado con el vestido —dije, aunque estar “encantado” era algo
demasiado efusivo para la actitud de mi prometido—, y estoy segura de que mi
madre lo estará también.
—Bien, eso
espero. Fue ella la que pre-aprobó todos estos vestidos que traje para ti
—señaló el perchero que había traído consigo.
Sonreí por
educación, pero por dentro estaba que echaba chispas. ¿No podía hacer nada por
mí misma sin que todo el mundo estuviera en medio, decidiendo mis propias
decisiones? Si es que podía llamarlas propias…
Desde pequeña,
había hecho cuanto me ordenaron, como una buena hija, y de mayor, aunque
contaba con algo más de libertad, lo cierto era que todo lo que hacía, era bajo
la estricta supervisión de mis padres. Hace ya dos años que estoy saliendo con
Bryan, casi el mismo tiempo que llevamos prometidos, y ahora solo nos queda un
año y medio para nuestra unión oficial. Entonces será él quien tome las
decisiones por mí, pensé.
Cada vez que mi
madre me decía que las cosas simplemente eran así, que eso era lo que una buena
dama decía hacer, me enfadaba un poco más. Por dentro, claro.
¿De verdad iba
a dejar que todo el mundo controlara mi vida, o sería capaz de hacer algo para
ser yo misma?
Sonreí a mi
reflejo en el espejo de cuerpo entero. Mis ojos me devolvieron un brillo de
desafío y me sentí más valiente que nunca.
Tal vez las
princesas de los cuentos de hadas y fantasías no desafiaran a sus familias, ni
tampoco al príncipe azul, pero en mi propio cuento, quería ser una princesa que
luchara por su felicidad, ya que los demás solo pensaban en sus propios
intereses.
Después de
algunas experiencias pasadas, los buenos chicos a veces demostraban ser unos
auténticos canallas egoístas e irrespetuosos. ¿Podría la regla aplicarse a la
inversa?
Si era lo bastante
valiente como para buscar a un chico malo, ¿acabaría descubriendo al hombre de
mis sueños?
Lo medité un
instante antes de comprender que eso no podía ser. Me gustara o no, estaba
prometida, y por mucho que quisiera, no podía deshacerlo.
Esa certeza despertó
algo en mi interior.
Espero que os haya gustado mucho.
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